La integridad en el perfil de los directivos

22 Ene La integridad en el perfil de los directivos

 Ya entenderá el lector que la generalización es una licencia, pero dice Peter Drucker en su último libro: “Me horroriza la codicia de los ejecutivos de hoy día”. La codicia lleva a la corrupción, y contra ésta situamos a la integridad, como señalamos a la diligencia contra la pereza. Y de la integridad vamos a hablar. Pensando en los perjuicios colectivos que su falta genera, termina uno de convencerse del valor de la misma como fortaleza del carácter: una fortaleza a la que podemos considerar asediada pero resistente y, sobre todo, alineada con el bien común. Se reconoce como valioso atributo personal y profesional, pero, aunque haya en las empresas personas íntegras y aun integérrimas, también hay, en efecto, individuos en los que la integridad se cuestiona o se echa de menos. Su ausencia parece efectivamente más perniciosa, y difícil de combatir, en quienes administran mayor cuota de poder; pero quizá convenga profundizar en este amplio concepto, que va más allá de la honradez, la lealtad y el acatamiento de códigos éticos.

Parece que la integridad –Carter lo explica muy bien– exige distinguir entre lo que uno, meditadamente, considera justo/correcto y lo que considera incorrecto/inicuo, y elegir luego lo primero, aunque suponga algún coste personal; que exige además mantenerse en esa elección, aun en condiciones adversas y ante posibles presiones o tentaciones. No cabe pensar que cualquiera pierde la integridad en cuanto lo incorrecto nos resulte personalmente más ventajoso que lo correcto, porque no estaríamos ante un íntegro sino ante un corruptible; pero sí podemos aceptar que, en materia de integridad, pecamos más por defecto que por exceso. Si el lector no lo ha hecho ya, asomémonos juntos al pleno significado de esta fortaleza acudiendo a los expertos, y luego, cada uno, si lo desea, podrá reflexionar sobre su visión de lo correcto y lo incorrecto –que nadie confundirá con lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto–, e incluso sobre su grado de integridad.

De entrada, quizá convengamos en que una persona íntegra –que lo es aunque no la vean– es una persona de principios, de palabra, de fiar, incorruptible, que obra en conciencia, que llama pan al pan y vino al vino, que no elude su responsabilidad. Atendiendo también a la etimología, un individuo íntegro sería una persona entera, sólida, sin fisuras ni sombras en su conciencia, coherente, consecuente. O sea que, sin la integridad, no estamos propiamente completos como seres humanos; aunque no faltará quien piense que de humanos es precisamente sucumbir a las tentaciones… Uno –52 años– recuerda aquellos personajes de las películas del oeste, interpretados por Wayne, Cooper, Heston (que también encarnó a nuestro íntegro Cid Campeador), Ladd, Fonda, Stewart…: eran hombres íntegros: eran los buenos de la película. Los malos eran tipos depravados, perversos, corrompidos. El que nos ocupa –la integridad– parece precisamente integrar a una noble familia de virtuosos atributos o fortalezas del carácter: honradez, templanza, autenticidad, valor, justicia, responsabilidad, lealtad, autodisciplina, compromiso, perseverancia, altruismo… De todo esto habría en la integridad.

Integridad y corrupción

La integridad y la corrupción son dos conceptos contrarios y amplios, pero podemos definirlos dejando un espacio, una zona intermedia, en que nos ubiquemos si no nos caracteriza ni lo uno ni lo otro, porque hay grises entre el blanco y el negro. Los teóricos dicen, ciertamente y además, que lo positivo es algo más que la ausencia de lo negativo. Y confesemos ya, como posicionamiento previo, que a nosotros no nos parecería, por ejemplo, corrupto un empresario de modesta empresa que hubiera de pagar comisiones para obtener pedidos y mantener los puestos de trabajo; pero ya hemos apuntado que es el propio sujeto quien determina lo que resulta correcto/justo o incorrecto/injusto en cada caso (con el consiguiente riesgo de error), y opta luego por lo primero (opción de integridad) o, no obstante y por diferentes razones, por lo segundo (opción de no integridad). Naturalmente, no vale engañarse a sí mismo, tratando de ver siempre como correcto lo que finalmente uno ha decidido que va a hacer porque le conviene más. (De modo que, a diferencia de la creatividad o el liderazgo, no tenemos una concepción sistémica de la integridad. Aunque tanto la corrupción como la integridad se hacen visibles, uno es íntegro o no lo es, con independencia del juicio de los demás; por el contrario, necesita a los demás para certificar su liderazgo o su creatividad). Pero ya estará pensando el lector que la integridad alcanza realmente su brillo acompañada de complementos como la amplitud de miras, el buen juicio y la prudencia.

Alguien podrá asimismo pensar que, siendo la corrupción contagiosa –tanto aquella en que hay beneficio por medio, como la mera degeneración de usos y costumbres–, cada día resulta más difícil ser íntegro; pero podemos convenir en que, si todos lo fuéramos en suficiente medida, las cosas irían, sin duda, bastante mejor: pensemos en el desperdicio de recursos varios que la falta de integridad, entre otras consecuencias, genera en las organizaciones, incluida la desconexión emocional de las personas y la pérdida del espíritu de comunidad. En principio y por lo tanto, la integridad parece tan saludable como defectible, también mensurable y perfectible, y quizá asimismo, en algún caso y en ciertas dosis, arriesgada y contraindicada. Aunque podamos situarla, por su naturaleza, en el terreno del autodominio y las relaciones con nosotros mismos, la integridad, al manifestar su presencia o ausencia, regula las relaciones con los clientes, proveedores, colegas, jefes y subordinados, en nuestro desempeño profesional. Hay, obviamente, relaciones marcadas por la integridad y la confianza, y otras marcadas por el interés espurio y la desconfianza.

Sostiene Robert K. Cooper (Executive EQ) que casi todos los directivos creen obrar siempre con integridad; pero aceptemos que nos suele fallar la conciencia de nosotros mismos, el autoconocimiento. La verdad es que, por un lado, cada uno de nosotros tiene su propia visión de la realidad y de lo que es justo e injusto, por otro, no siempre elegimos lo que nos parece más justo al tomar decisiones, y por otro más, a veces incurrimos en el autoengaño, queriendo ver como justas y acertadas nuestras decisiones. En definitiva, no parece baladí entrar más a fondo en el concepto que nos ocupa, y ya lo estamos intentando, poco a poco. No nos quedaremos en “entereza y rectitud bajo el influjo de la ética y la moral”: accederemos a mayor concreción.

Todavía marcando la distancia entre la integridad y la corrupción, imaginemos una escala que, del defecto al exceso, partiera de la alta corrupción (estafa, fraude, extorsiones, artificios contables, cohecho…) para llegar, en el otro extremo, al integrismo radical, pasando por la corrupción económica de menor dimensión, la complicidad interesada, la preeminencia de intereses personales, la irresponsabilidad, la gandulería, el deterioro de los buenos usos y costumbres, el mero cumplimiento de las normas y leyes… y, desde luego, la propia integridad en diferentes medidas, incluida la más adecuada: una adecuada manifestación sobre la que cuesta ponerse de acuerdo. Por ejemplo, no descartaríamos, por aquello de la amplitud de miras, que la integridad nos moviera, por justa causa, a sortear alguna norma o instrucción, aunque sí habrá quien lo descarte; ni descartaríamos que la integridad nos llevara a la denuncia interna de hechos poco éticos en las organizaciones, aunque también habrá quien lo descarte.

Añadamos que, aunque este improvisado intento de ubicación moral de la integridad resultara inicialmente aceptable, no podemos perder de vista que es más dañina (o así nos lo parece), en su hipotético caso, la irresponsabilidad o negligencia de un directivo (cosa infrecuente), que la corrupción, que lo es, de un empleado que acepta el 5 % de comisión en sus pedidos de material de oficina, a cambio de informar al proveedor sobre la evolución del stock. En este tema de las comisiones, lo que nos parecería especialmente grave sería que un ejecutivo contratara servicios de dudosa necesidad y elevado coste, para llevarse jugosas comisiones; porque, en ese supuesto y por formular otro más increíble, a la empresa le saldría más barato darle su parte al directivo y no contratar el servicio. Claro que… hay personas que parecen insaciables.

Integridad, profesionalidad y bien común

Habíamos hablado de relaciones interpersonales en el desempeño profesional. La profesionalidad exige que, siendo todo lo cordiales que se desee, sean serias, es decir, sin dobleces, auténticas; de modo que alineamos la profesionalidad con la integridad, lejos de desórdenes de conducta que apunten a beneficios de personas en perjuicio de la colectividad. Todo esto es quizá discutible: habrá quien piense que se puede ser buen profesional siendo corrupto, si uno hace bien su trabajo. Nosotros preferimos adherirnos a los teóricos que vinculan el ejercicio profesional con el bien común (DeGeorge, Den Uyl…), lejos de quienes observan la empresa como una especie de máquina para producir beneficios (John Ladd). Aunque haya seguidores para las diferentes teorías, parece oportuno insistir en que el bien común, la conciencia de comunidad y los valores compartidos, incluida la integridad, se postulan cada vez más como medio para procurar larga vida a las organizaciones. Al respecto, nos han interesado las ideas de Richard Barrett en su libro Liberating the Corporate Soul, editado en español por Héctor Infer, de SMS (recibe, Héctor, un cordial saludo, y disculpe el lector este paréntesis); pero son ciertamente muchos los empresarios, de nuestro país y de otros, que apuestan con decisión por la honestidad y el bien común. “El comportamiento ético al final quiere decir transparencia, bien común”, dice Rafael Benavent, de Gres de Nules-Keraben.

Simplificando mucho, pensamos que los íntegros se preocupan por el bien común y que los corruptos se ocupan de su bien particular… y que, como ya hemos comentado, hay grises entre el blanco y el negro. Educación aparte, tal vez los íntegros lo son porque han nacido así, posible consecuencia de la geométrica situación de los planetas en su carta natal (lo de los aspectos), y… qué se le va a hacer. Pero los empresarios y las empresas que apuestan por la integridad (no pensamos en las empresas que la proclaman, sino en las que la cultivan: dos conjuntos que se solapan) saben conciliar en idónea armonía el bien común y el propio legítimo, que se pueden nutrir mutuamente y generar satisfacción en el entorno. En cambio, en el entorno de los corruptos sólo queda satisfacción para quienes, en su caso, participan del provecho. Hay, señalémoslo, ejercicios profesionales, no sólo en el sector público, en que la integridad resulta singularmente inexcusable, y su ausencia especialmente escandalosa y detestable. Vaya, que si se agradece la empatía en los médicos, con más convicción se demanda la integridad en aquellos a quienes se otorga más poder: políticos, administradores de justicia, directivos, periodistas, agentes de policía… También se agradece la integridad en los talleres de reparación de automóviles, electrodomésticos, etc.

Precisiones y apuntes

Hasta aquí, para situar la integridad en nuestro escenario, hemos tenido que recurrir ya a algunos maestros. Ahora, en nuestro intento de precisar el significado de la integridad en el terreno laboral, recopilamos algunas contribuciones más, tanto de conocidos gurús del management como de reconocidos expertos de nuestro país, seguramente más próximos a nuestra idiosincrasia. El ya citado Robert K. Cooper nos dice que la integridad apela a lo más profundo de nuestra conciencia, y nos impulsa a actuar en consecuencia con ella; algo así había apuntado ya Stephen L. Carter –imposible hablar de la integridad sin recurrir a Carter– en los tres elementos o pasos que establece para definir el concepto, y de los que ya hemos hablado:

1. Distinguir, mediante la reflexión y el análisis, lo justo y lo injusto.
2. Actuar en justicia, aunque suponga un coste personal.
3. Declarar, no ocultar, la adhesión a lo que consideramos justo o correcto.

Esta definición puede resultar discutible, pero nos ha parecido una referencia idónea para avanzar en el tema, ubicando definitivamente a la integridad en los dominios de la propia conciencia. (Por cierto, no podemos sorprendernos de que el subconsciente traicione a veces a quienes a menudo traicionan a su conciencia…). Advertirá el lector lo importante que resulta acertar cuando sancionamos la justicia, adecuación o corrección de una postura; de hecho, uno puede actuar con integridad pero haberse equivocado en el juicio: o sea que de esto tendríamos que hablar más despacio (parece, por ejemplo, que la intuición, si es genuina, puede ayudar en el discernimiento, y también ayudaría una buena identificación de valores compartidos). Y obsérvese asimismo que la integridad, para Carter, incluye reconocer, serena pero abiertamente, que, en su caso y por ejemplo, uno está a favor del aborto en determinados supuestos; que, siendo trabajador afectado, está en contra de una determinada huelga; que le parece injustificado el despido de un compañero, o que le parece mal la evasión de impuestos. Nos llamó la atención que Carter dijera que la integridad es cara (expensive), pero bien pensado hay que darle la razón: cuesta cara, es casi un lujo. Más o menos, por la misma razón por la que la simple sinceridad acarrea problemas, y es más rentable lo políticamente correcto. Pero es que los sinceros lo son porque no les encaja la idea de mentir, como los íntegros lo son por lo ya dicho de su carta astral y porque… seguramente, si mintieran, contemporizaran o se corrompieran, dormirían peor.

También nos parece oportuno recordar lo que dice Daniel Goleman en Working with emotional intelligence. El difusor del concepto de inteligencia emocional –aunque no fuera él quien acuñó el término– sostiene que las personas íntegras:

• Actúan ética e intachablemente.
• Son honradas y sinceras, de modo que se ganan la confianza de su entorno.
• Admiten sus errores o desaciertos.
• No dudan en señalar las acciones poco éticas de los demás.
• Adoptan posturas fundamentadas en sus principios, aunque resulten impopulares.
• Cumplen su palabra.
• Se caracterizan también por la responsabilidad y la profesionalidad.

Y de nuevo aquí podemos necesitar aclaraciones y abordar matices. Por ejemplo, en las empresas la ética se materializa a menudo en unos códigos de conducta, pero, sin integridad, los códigos éticos pueden ser adulterados o sorteados, como nos ha recordado Ray F. Carroll en una ponencia muy interesante disponible en Internet. Además, casi siempre son los propios ejecutivos quienes formulan los códigos éticos, lo que no parece muy ético y así lo señala el profesor Argandoña, del IESE. Oportuno parece asimismo señalar que, ante la falta de ética, entre la pasividad y la denuncia formal caben diferentes actitudes y reacciones; pero creemos que en nuestro país, como en otros, sí se duda antes de hablar de lo que no se puede hablar y, desde luego, antes de denunciar formalmente conductas irregulares dentro de las organizaciones. Pensamos incluso que se opta casi siempre por no denunciar, porque la denuncia está casi peor vista que la propia corrupción, y el denunciante, sospechoso de intereses o propósitos espurios, sale a menudo mal parado. La sociedad entera se comporta, en general, así: obsérvese, por ejemplo, que es relativamente reciente la atención dedicada al maltrato doméstico de mujeres, y que, cuando las víctimas lo denuncian, ya sea en su entorno, en los medios de comunicación o en los juzgados, no falta quien las pone bajo sospecha.

Hablando, por cierto, de medios de comunicación, leíamos hace días en un diario que “las personas no son corruptas sino corruptibles”. Lo decía Rodríguez Zapatero, y parecía un comentario destinado a prestar atención a los corruptores, en el caso de corrupción codiciosa, que es de la que más se habla. Uno puede, en efecto, ser corrompido por otros, pero también puede corromperse solo o mantenerse en la integridad. Nos parece que, bien distinta la coacción del cohecho, el corrupto lo es voluntariamente, medie o no corruptor, y a veces cuesta distinguir estos papeles. No queremos decir que la integridad sea genética, porque nos parece más bien extragenética, o sea, adquirible, desarrollable; pero sí diríamos que los que se corrompen no eran íntegros, sino que estaban en la zona intermedia de corruptibles. En nuestro respeto por la integridad, creemos que el íntegro de verdad, por definición, no es corruptible. (O sea, que si la integridad fuera un metal, para nosotros sería el oro).

Con lo ya expuesto y centrándonos en el ámbito laboral, podríamos ir aceptando que, en las empresas, la idea de integridad se aleja de conductas como las recogidas en el cuadro adjunto, y que quizá son muy frecuentes. De modo que, sin llegar a ser integristas, si todos fuéramos más íntegros conseguiríamos reducir, si no erradicar, estos condenables comportamientos y otros similares. ¿Convenimos en que son todos moralmente condenables?
• Mentir en beneficio propio o perjuicio de otros.
• Contemporizar con la iniquidad.
• Utilizar medios de la empresa para actividades privadas.
• Actuar en contra de las propias convicciones.
• Ocultar información necesaria.
• Eludir responsabilidades.
• Tratar mal a los subordinados.
• Subordinar los intereses colectivos a los propios.
• Hacer daño psicológico a los demás.
• Cobrar comisiones de los proveedores.
• Faltar a la verdad en la redacción de informes.
• Delegar tareas con trampa.
• Pasar gastos indebidamente.
• Propagar información reservada.
• Ejercer como perros del hortelano.
• Aparentar que se está muy ocupado.
• Atribuirse méritos ajenos.
• Desacreditar injustamente a los demás.
• Producirse con negligencia o pereza.
• Obstaculizar el curso de la actividad.
• Incumplir, por olvido, dejación o sorteo, los compromisos adquiridos.
• Fumar donde no está permitido o saltarse otras normas de convivencia.
1. Algunas conductas frecuentes ajenas a la integridad

Quizá suficientemente precisa ya nuestra concepción de la integridad y de su falta con la ayuda especial de Cooper, Carter y Goleman, recordemos ahora unas palabras de Dee Hock, fundador de VISA, referidas a la selección de personas y encontradas en el libro de Cooper y Sawaf: “Captación y promoción siempre basándonos, primero, en la integridad; segundo, en la motivación; tercero, en la capacidad (…). Sin la integridad, la motivación resulta peligrosa…”. De modo que, si un empresario apuesta por la ética y la integridad, habría de buscar colaboradores íntegros; pero si apostara por la corrupción y necesitara ayuda, tendría que buscar colaboradores corruptos o corruptibles… o, por lo menos, con buen estómago. Parece lógico que una Alta Dirección corrupta intente deshacerse de los críticos y los whistleblowers; por el contrario, cuando la Alta Dirección es íntegra y apuesta por la ética, suele alentar la crítica y el feedback, e incluso disponer discretos pero efectivos mecanismos anticorrupción: no para tranquilizar su conciencia, sino para asegurar la buena marcha y buena imagen de la organización.

También he revisado el texto Dirección por Valores, de Blanchard y O´Connor. Atraído por el mantra de los valores, adquirí este libro en 1998, cuando preparaba una charla que debía pronunciar un par de veces en mi empresa entonces, Alcatel-FYCSA, sobre la evolución del management. El libro me gustó porque parecía ofrecer respuesta a una cierta anomia que, real o no, yo percibía en las empresas que orquestaban su cambio cultural. En él se lee: “Hoy la característica que más se cita como requisito de un liderazgo eficaz es la integridad”. Difícilmente se puede, en efecto, hablar de valores sin hacerlo de la integridad, y también pienso que, si tuviéramos que describir en muy pocas palabras la cultura de una organización, habría que aclarar de inmediato si se alinea decididamente con la integridad y la ética, o desatiende estos postulados.

Hemos aludido al liderazgo. Warren Bennis sostiene que “la integridad es la virtud que hace que un directivo empiece a ser un líder”, y se refiere a ella como “conjunto de estándares de honestidad moral e intelectual que rigen la conducta de una persona”. Añade Bennis: “No hay nada que destruya más la confianza de los empleados que la percepción de que los directivos adolecen de falta de integridad, es decir, que carecen de ética”. O sea, que la falta de integridad destruye la confianza, y sabemos que, sin ésta, la organización carece de solidez, de compacidad. Lo dice Drucker: “Las organizaciones están cada vez más sostenidas por la confianza; pero confianza no significa que las personas se caen bien unas a otras: significa que las personas se comprenden y confían unas en otras”.

En la relación entre integridad y confianza insiste Carlos María Moreno, profesor de Antropología y Ética: “El directivo centrado en la integridad genera confianza y nutre su credibilidad. Tanto la confianza como la credibilidad son laboriosas de conseguir, pero muy rápidas de perder…”. (Al escribir esto, uno añadiría que los íntegros también generan desconfianza… en los corruptos). Al distinguir entre valores y virtudes, el profesor Moreno sitúa la integridad en un terreno intermedio; curiosamente y en efecto, a menudo se habla de la integridad como virtud: “La virtud más admirable en toda persona, tanto directivos como trabajadores, es la integridad. Lo más importante es ser íntegro y honesto”, dice Juan Miguel Antoñanzas, uno de nuestros directivos de prestigio. Y más al respecto: “La integridad es un rasgo de carácter que abarca las virtudes cardinales, o sea, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza”; así lo sostiene Ray F. Carroll, de quien, de paso, reproducimos otra frase, “Integrity requires not only truth telling, but also truth finding”, que no sabíamos dónde encajar. Pero también otros autores aluden a las virtudes cardinales al hablar de integridad. Ya se entenderá, no obstante, que no se precisa ser creyente ni practicante en lo religioso, para ser íntegro en lo profesional.

Tras lo religioso, aludiendo ahora a lo legal, déjennos recordar un apunte de José María López de Letona: “En el mundo empresarial, no todo lo que es legal es ético”. Viene bien este aporte porque, efectivamente, los corruptos de cuello blanco, en sus maniobras, parecen ir más deprisa que las leyes, a las que parecen torear con habilidad, poniéndoselo complicado a los jueces; esa impresión nos da, leyendo los periódicos y viendo la televisión. (También el dopaje va siempre un paso por delante, como dice Samaranch). Sí, creemos que hay incluso negocios montados sobre las posibilidades de corrupción que deja abiertas la Ley, y, desde luego, los no éticos se escudan diciendo: “Es legal”. Uno se escandaliza especialmente al oírlo en boca de políticos, pero la ética debe estar presente en todos los ámbitos, y la legislación, en opinión de este articulista y ciudadano, debería ser quizá más ágil para no dar tanta ventaja a los inmorales.

Al documentarnos, nos ha parecido que en nuestro país se habla y se escribe más de ética –y de corrupción– que de integridad, pero ya hemos indicado que, sin integridad, los códigos éticos (muchas grandes empresas los formulan) se pueden sortear, o sea, burlar. Vemos la integridad como dimensión individual, personalizada, interiorizada y aun enriquecida, de la ética, mientras a ésta se la puede ver más como valor de dimensión social. Caben matices, pero veamos a la ética como norma moral compartida, y a la integridad como íntimo, voluntario, auténtico y decidido sometimiento a la misma. Pero, si el lector no se ha aburrido ya, sigamos con algunas referencias más: las últimas. Hemos leído con interés al ya citado profesor Antonio Argandoña, del IESE, que, por ejemplo, insiste en que la conducta ejemplar ha de exigirse tanto a directivos como a trabajadores, y en que la actuación corrupta lo es tanto si se produce en beneficio de una persona (o de su familia, amigos, etc.) como si se lleva a cabo presuntamente en beneficio de la propia empresa. Y nos recuerda que la corrupción en los negocios es tan antigua como los negocios mismos; quizá, en opinión nuestra, eso explicaría el que nos hayamos acostumbrado, porque, de hecho, no nos escandalizamos en suficiente medida.

No deseábamos extendernos tanto, pero dimos con un trabajo muy interesante de Julio Fernández-Sanguino, del Banco de España, sobre la lucha contra la corrupción; reproducimos sólo un detalle: “Naturalmente, hay que proteger siempre al denunciante de buena fe”. Ya nos hemos detenido anteriormente sobre este asunto de la denuncia, y volveremos sobre ello. En el mismo texto de Fernández-Sanguino leímos también una idea de González Malaxecheverría: “No existe organización en la que se pueda prevenir o descubrir un fraude cuando se fragua en la Alta Dirección”. Aquí encaja, para terminar, otra frase del ya citado profesor Moreno Pérez: “Si el equipo directivo no tiene una voluntad decidida por la ética, difícilmente la empresa se moverá en parámetros éticos”.

De la teoría a la práctica

Observando el cuadro de conductas ajenas a la integridad, y sacrificando algo de idealidad por mor de la realidad, somos partidarios de hablar de integridad, por decirlo coloquialmente, a partir del aprobado por los pelos y sin llegar a pasarse de íntegros. Por ejemplo, entra dentro de lo cotidiano el tener mejores relaciones con unos proveedores que con otros, y recibir regalos por Navidad: no nos parece que esto quiebre la profesionalidad de las conductas. Ya tratamos antes de situar la fortaleza que nos ocupa dentro de una escala (de la corrupción codiciosa al integrismo radical), pero también cabe lógicamente distinguir grados de integridad, de modo que nos movamos entre un mínimo exigible y un máximo que empezara a lesionar, por ejemplo, la también deseable dosis de flexibilidad: nos advierte Seligman de que la integridad puede acabar siendo considerada terquedad. Sin renunciar a la integridad ni adulterarla, parece conveniente conciliarla con otros elementos insoslayables, como el razonamiento, la prudencia, el instinto de supervivencia, la presunción de inocencia, el respeto a los demás, la subordinación a la jerarquía, el aceptar lo menos malo, los hechos consumados, las costumbres arraigadas, la corrupción presente en el mundo exterior, el reconocimiento de la diversidad, el interés colectivo…

Estando tan visiblemente condicionada, quizá cabría preguntarse si la integridad es realmente tan útil y posible en la práctica como deseable en la teoría; o sea, si queda realmente espacio para la integridad en el mundo de los negocios, o para qué clase de integridad queda espacio. Las muchas personas genuinamente honradas y dignas de confianza, en todos los ámbitos y niveles, nos hacen sostener que sí: que la integridad, en su punto, es un valor: un valor en alza. Como tal –como valor– se proclama en no pocas organizaciones, aunque –ya lo hemos sugerido– no siempre que se proclama se cultiva, ni siempre que se cultiva se proclama. Hay, en verdad, muchas personas que optan por respirar el aire fresco de la integridad: un atributo que, como sugiere Goleman, viene a nimbarnos con un halo que se percibe y celebra. Su ausencia –la falta de integridad– también nos señala, pero no precisamente con un nimbo.

Hoy, en expresión muy pesimista referida al mundo empresarial, la integridad, si no extinta, estaría en peligro de extinción; pero, siendo optimistas o directamente realistas, parece sobrevivir y aun desarrollarse en no pocas empresas, de cara a la competitividad y porque en ellas la Alta Dirección lo tiene muy claro. Se diría que, sin integridad individual y corporativa, una empresa tiene los días contados; y que en cambio, siendo íntegros, cultivamos la confianza de nuestro entorno, de los stakeholders, y ganamos el futuro. Aunque también podría decirse que algunos clientes pueden todavía ser fidelizados mediante comisiones, y, con cierta frivolidad, que no se puede ir de íntegro por la vida… empresarial. Así como en la vida, en general, uno se plantea –simplificando mucho– el dilema de elegir, como objetivo, entre la felicidad y el éxito, en lo profesional uno parece empujado a optar por la integridad o la corrupción, a menudo condicionado por el entorno. Parece incluso haber quienes juegan a ambas cosas, en función de sus interlocutores. Y no descartemos que, a pesar de (in spite, or perhaps because, of) un entorno corrupto, se apueste por la integridad. También simplificando, en días festivos quien esto escribe cree que la felicidad está más cerca de la integridad, y que el éxito, según se interprete, viene estando más cerca de la corrupción (si ésta se mantiene impune); pero caben, desde luego, otros puntos de vista, otras interpretaciones, otras creencias, otros modelos mentales y otros días de la semana.

La integridad o la ética no interesan, por ejemplo, a los empresarios que persiguen el llamado “pelotazo” (ya sea aparentando mayor valor de su empresa, para venderla y obtener jugosa plusvalía, o mediante otras prácticas de compra y venta igualmente rentables pero moralmente discutibles), ni interesan a los que son expertos en artificios contables, ni a los meros pequeños o grandes estafadores, ni a los que quieren soluciones rápidas y sencillas sin pensar en las consecuencias; pero sí importan a quienes –seguramente muchos– encuentran satisfacción y autorrealización en el buen funcionamiento de sus empresas, e intentan ganar la confianza de sus clientes para asegurar el prestigio, la supervivencia y la prosperidad. Déjennos repetirnos e insistir: la integridad no parece útil a quienes buscan, con prisa, éxito, poder y dinero, pero hay también personas, incluidos los directivos íntegros, que persiguen la satisfacción por el trabajo bien hecho, el desarrollo profesional, la autorrealización, el savoring, el triunfo colectivo, la adhesión de sus colaboradores… y el aire fresco y limpio. Éstos parecen ciertamente más felices, considerando los estudios de Martin Seligman (no se pierdan lo de la psicología positiva) sobre la felicidad.
Terminamos

Tras leer, en su caso, estas páginas, los íntegros seguirán seguramente siéndolo, y seguirán siéndolo los corruptos; sólo hemos pretendido contribuir a distinguir mejor unos de otros. A este fin, habríamos dedicado muchos cientos de palabras más, quizá orientando nuestra atención a lo más alto de las organizaciones; pero ya debemos haber cansado al lector. Terminamos con lo que nos sugería Bennis: no nos encaja la idea de liderazgo, sin la de integridad; sin ésta, aquél, sostenido en intereses no tan legítimos, resulta falso, adulterado.

José Enebral Fernández
Consultor de Recursos Humanos

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