Jefes-líderes, en la era del conocimiento

24 Abr Jefes-líderes, en la era del conocimiento

En las grandes empresas, los directivos de nivel medio mantienen una relación más directa con los trabajadores (“trabajadores del conocimiento”, en muchos casos) y su función de liderazgo debe entenderse soportada por un buen conjunto de cualidades intra e interpersonales, que a menudo es preciso desarrollar.  La Alta Dirección también utiliza estas habilidades personales (bastante que ver con la denominada inteligencia emocional), pero su perfil competencial es obviamente más complejo que el de la dirección intermedia. Y digámoslo ya: las acciones formativas orquestadas para desarrollar el liderazgo en los niveles intermedios no vienen generando resultados muy satisfactorios. Sin duda los seminarios o workshops se pueden mejorar, pero difícilmente resultarán suficientes. La cultura de la organización y el ejemplo de la Alta Dirección han de servir de sólido refuerzo a las acciones formativas que se programen; y, desde luego, los directivos intermedios han de hacer un continuado esfuerzo de autocrítica y desarrollo profesional. Todas las personas deben hacerlo; pero en los directivos intermedios resulta inexcusable por lo cardinal de su emergente papel. Digamos ya que, en la era del conocimiento, el jefe no es el que más sabe; pero sí posee las claves de la sinergia organizacional.

 Un poco de historia

 Como se sabe, ya en las primeras décadas del siglo XX, Mary Parker Follett contribuyó a destacar el lado humano de la gestión empresarial, apuntando quizá las primeras ideas sobre el liderazgo y sobre la asunción de mayores responsabilidades por los trabajadores; pero es en la segunda mitad del siglo cuando se desarrolla con más profundidad la idea de liderazgo, con aportaciones como las de Allen, Burns, Greenleaf, Fiedler, Hersey, Drucker, De Pree, Bennis, Kotter, Kouzes, Posner, Rost y otros gurús, sin contar con los ejemplos de importantes líderes empresariales como Welch, Grove, Gates, Gerstner y otros. Recientemente, y de manera paralela a la inquietud por la inteligencia emocional, se insiste en un estilo de liderazgo más basado en la autoridad moral que en el poder formal, más sensible al peso de los sentimientos en el entorno laboral y de mayor reconocimiento a la dignidad personal-profesional de los colaboradores: podríamos hablar de liderazgo personal, en buena medida ajeno al grado de poder que se administra: de hecho, nos referiremos aquí concretamente al colectivos de directivos intermedios. Con independencia de otros aspectos de la función directiva, este tipo de influencia personal sobre el desempeño de los colaboradores parece el más acorde con los cambios culturales traídos por los nuevos tiempos. Este liderazgo personal-emocional parece sintonizar plenamente con el empowerment movement  y se abre paso en las empresas como lo hace la importancia del capital humano o el concepto de “inteligencia de la organización”. No podemos poner en cuestión las teorías del liderazgo situacional y relacional, aunque quizá sintonizamos mejor con la del liderazgo de servicio, sobre el que insistiremos. En suma, sin pretender ser originales, volvemos al origen de la cuestión: necesitamos seguir a alguien, pero ha de inspirarnos adhesión por sus valores, incluidos los morales o éticos. De otro modo, nuestro seguimiento no sería intrínseco.

 Curiosamente, en un documento de las Fuerzas Armadas fechado en Washington el 15 de septiembre de 1953 y referido a la evolución del papel de los ejecutivos (está disponible en Internet), se decía que los tiempos estaban cambiando en las empresas y se atribuía a Clarence Francis, chairman de General Foods, la siguiente frase: “Hace 40 años –decía entonces– prevalecía la idea de que lo que era bueno para el negocio era bueno para las personas, pero lo que ahora prevalece –recuérdese que el documento es de 1953– es la idea de que lo que es bueno para las personas es bueno para el negocio”. Francis, que luego fue asesor del presidente Eisenhower, tiene otra frase que conviene recordar: “Uno puede comprar el tiempo de las personas, su presencia física en un lugar e incluso un número determinado de movimientos musculares por hora. Pero no se compra su entusiasmo, ni se compra su lealtad, ni se compra la devoción de sus corazones: eso hay que ganárselo”.

 Cincuenta años después, seguimos pensando que –aunque no se pueda comprar– el entusiasmo y toda la contribución emocional sí se puede, sin embargo, conseguir. Un buen líder lo consigue. Hoy las empresas precisan tanto del capital intelectual como del emocional de sus personas, y por eso el liderazgo bien entendido forma parte de la función directiva. No vamos a insistir, por bien sabido y porque apunta especialmente a la Alta Dirección, en lo del pensamiento estratégico, la visión de futuro, la comunicación, la credibilidad, la distribución del poder…  Pero no viene mal, por cierto, traer aquí la diferencia entre poder y autoridad, tal como la establecía Max Weber: el poder es la capacidad de forzar a alguien para que haga tu voluntad, mientras que la autoridad es la habilidad de conseguir que alguien haga voluntariamente lo que tú quieres. No parece que quepa duda de que un trabajador prefiere un jefe con autoridad y desaprueba los gestos de poder, como desaprobaría conductas reprochables. Quizá en el lenguaje cotidiano no distinguimos entre poder y autoridad (los consideramos sinónimos), pero tal vez deberíamos empezar a hacerlo. Un liderazgo exclusivamente apoyado en el ejercicio del poder podría contar con buen número de aparentes seguidores, pero no tendría mucho que ver con el leadership y el followership que se postulan en la organización inteligente del siglo XXI.

 Describiendo el liderazgo

 Nos habíamos referido al liderazgo de servicio. De lectura rápida, parece que el libro La paradoja, de James C. Hunter, está siendo celebrado entre los lectores. El autor desarrolla con habilidad narrativa la idea de “servant leadership” que ya Robert K. Greenleaf anticipó hace unos 30 años como una suerte de “religión” de la gestión empresarial. También Dee W. Hock, fundador de VISA, veía la dirección como un servicio a los subordinados y otros muchos directivos lo ven igualmente así. Desde luego, la atención –el servicio– a las necesidades profesionales de los colaboradores en un ambiente de empowerment constituye, sin duda y entre otras, una fuente de autoridad en la que el liderazgo se sustenta muy sólidamente. Hay, obviamente, otros muchos –muchísimos– buenos libros que contribuyen a enriquecer nuestro horizonte en el ejercicio de la dirección y son numerosos los autores que coinciden en apuntar esta especie de nuevo orden empresarial: los directivos al servicio de las necesidades profesionales (no se habla de los “deseos” sino de las “necesidades”) de unos trabajadores comprometidos y responsables. Para la consecución de sus objetivos asignados, los trabajadores han de contar con el activo apoyo de sus directivos, en cuyo perfil el trabajador desea encontrar –tal como sostiene Hunter– paciencia, afabilidad, humildad, respeto, generosidad, indulgencia, integridad, compromiso… Todos, y desde luego los directivos, hemos de ser seres humanos más completos –cuerpo, mente y alma–, y esto incluye tanto la inteligencia cognitiva y emocional, como otros valores personales. Quizá proceda insistir en la importancia de los valores morales y éticos, como ya hemos sugerido párrafos atrás.

 Diversas conocidas concepciones del liderazgo, como las que formulan Bennis y Nanus en Leaders, Kotter in Leading Change, Kouzes y Posner en The Leadership Challenge, Rost en Leadership for the Twenty-first Century, Cooper y Sawaf en Executive EQ o Goleman en Working with Emotional Intelligence, contribuyen a subrayar el aspecto personal-emocional a que nos referimos. Hablamos de líderes (recordemos: el lado “humano” del management) en que no hay sitio para el egoísmo, la arrogancia, la incapacidad de reconocer errores, la persecución de objetivos desmesurados, el recurso al castigo psicológico o la creencia de ser infalibles. Hablamos de líderes que seguirían siendo líderes aunque se les despojara de su poder formal. Hablamos de líderes con quienes los trabajadores se sienten a gusto trabajando; a quienes caracteriza el autoconocimiento, la confianza en sí mismos, el autocontrol, la proactividad, la flexibilidad, el afán de logro, la responsabilidad, la confiabilidad, la integridad, la generosidad, la compasión, el deseo de mejora continua, la comprensión de los demás, el interés por el desarrollo de sus colaboradores, la conciencia política (no confundir con el politiqueo), la autoridad moral, la orientación al servicio…

 Además, los líderes emocionalmente inteligentes y de comportamiento ético  contribuyen a la inteligencia, salud y aun virtud de la organización. Diríamos que una organización inteligente se distingue porque: es bien consciente de sus fortalezas y debilidades; actúa con eficacia incluso en circunstancias difíciles; genera satisfacción en sus personas; aprende de su propia andadura; aprende de la evolución de su mercado; aprovecha plenamente el capital humano disponible; persigue metas compartidas; comparte conocimientos; busca nuevas oportunidades; comprende bien los cambios de su entorno funcional; posee una estructura flexible; disfruta una buena comunicación interna y externa; distribuye el poder de modo que las decisiones se tomen en el nivel más idóneo; es realmente sensible a las expectativas de los clientes; es realmente sensible a la dignidad de sus personas; reduce la distancia entre el “nosotros” y el “ellos”; persigue la mejora continua y la innovación; presenta un clima de confianza y sinérgica colaboración y, entre otras más cosas, apuesta por un buen work-life balance. La inteligencia (el buen funcionamiento presente y el aseguramiento del futuro) de la organización es cosa de todos, pero los directivos asumen un papel incuestionablemente capital.

 Son muchos los directivos dotados de una buena dosis de inteligencia cognitiva y emocional, y de ello se benefician sus empresas y sus colaboradores. Pero quizá no nos hemos parado a pensar en el coste de la incompetencia emocional de algunos otros o, en su caso, en el coste de las conductas éticamente discutibles, incluidos los favoritismos o la persecución implacable de disidencias y cuestionamientos al statu quo. El liderazgo persigue la obtención del mejor desempeño de los colaboradores, buscando y consiguiendo a la vez su satisfacción profesional; el líder debe subordinar sus intereses individuales a los colectivos y guiar al futuro deseado. Efectivamente, como nos decía un trabajador, haciendo el mismo trabajo uno puede sentirse satisfecho o no, en función, entre otras cosas, del jefe que le toque. La verdad es que también los jefes podrían decir algo parecido de sus colaboradores. La madurez emocional  y el buen hacer facilitan, sin duda, las cosas en el trabajo cotidiano; por el contrario, la torpeza emocional y los abusos y luchas de poder constituyen, en su caso, una permanente causa de conflictos, visibles o subyacentes.

 Desarrollo del perfil de liderazgo

 Nuestra conclusión es que todo iría ya algo mejor en las empresas (y en la vida) si mejoráramos nuestros perfiles. La cuestión es cómo conseguir esa siempre posible mejora de nuestro cociente emocional y de nuestra eticidad: todo es perfectible y debemos ser bien conscientes de ello. Para esta especie de aceleración de la madurez, apuntamos a una inicial sensibilización que puede pasar por la lectura de libros, la asistencia a un idóneo workshop, la receptividad al feedback multifuente e incluso el seguimiento de un adecuado programa de e-learning, convenientemente orquestado. En caso necesario, con esto podríamos darnos cuenta de lo ventajoso de las habilidades y atributos personales a que nos referimos y del inconveniente de su carencia en la empresa actual. Luego podríamos hacer una evaluación de nuestro punto de partida y un plan de mejora. Este –el plan de mejora– parece pasar por la frecuente reflexión (ciclos de reflexión-acción) con ayuda de un buen coach: sería ciertamente más fácil si contáramos con un buen coach (tutor). Las acciones formativas presenciales (indoor o outdoor) orientadas al desarrollo de habilidades directivas, y concretamente al desarrollo del liderazgo en los directivos intermedios, podrían resultar infructuosas si no fueran seguidas de un proceso tutelado. La mejora de nuestros perfiles personales requiere tiempo y, aunque el protagonismo corresponde al individuo interesado, un tutor idóneo desempeñaría un papel determinante como guía o conductor del progreso. El tutor o coach que buscamos podría ser nuestro propio jefe: esto sería muy deseable, especialmente cuando el jefe reúne las cualidades requeridas y constituye una referencia ejemplar. Pero, aun sin coach, podemos y debemos mejorar nuestro perfil: vale la pena.

 José Enebral Fernández

Consultor de Recursos Humanos

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